A pesar de su juventud, Clay Carter ve su futuro con cierto cinismo. Hace años que ejerce de abogado de oficio y la situación no parece que vaya a cambiar. De ahí su resignación al abordar un nuevo caso que promete ser como tantos otros: debe defender a un adolescente acusado de asesinato, un hecho corriente en la ciudad de Washington. Sin embargo, cuando Clay empieza a indagar en el pasado de su cliente, se entera de que éste se hallaba bajos los efectos de un fármaco en fase de experimentación cuando cometió el crimen. El laboratorio creador del producto, ansioso de que el suceso no salga a la luz, le propone a Clay un pacto. La misión promete ser dura por el complejo entramado de poder e intereses en juego, pero la tentación es demasiado grande: de la noche a la mañana, Clay podría convertirse en el nuevo rey de los pleitos.
El Rey de los Pleitos es una novela del escritor norteamericano John Grisham, todo un especialista en plasmar thrillers judiciales, todo ello debido a que en el pasado fue abogado y político. Grisham ha vendido más de 250 millones de ejemplares en todo el mundo, y también se han hecho diversas adaptaciones cinematográficas destacando La Tapadera (1993) de Sidney Pollack, El Informe Pelícano (1993) de Alan J. Pakula, El Cliente (1994) de Joel Schumacher, Legítima defensa (1997) de Francis Ford Coppola, o El Jurado (2003) de Gary Fleder, entre otras.
La novela que nos abarca retrata la abogacia desde dos puntos, el de los defensores de oficio, y por el otro lado los abogados multimillonarios especializados en demandas colectivas contra grandes empresas.
El protagonista Clay Carter, es un abogado defensor de oficio, obligado a trabajar para el estado en la defensa de los más pobres, en oficinas minúsculas incrustadas en un cubículo, con recursos limitados y sueldos muy bajos, con ropas baratas y gastadas, trabajando largas jornadas, y acumulando pilas de expedientes en su escritorio.
Carter está obligado a defender a un chico afroamericano que acababa de matar a otro chico, después de haber salido de un centro de rehabilitación por su adicción a las drogas. Es un caso perdido en el que Carter tiene poco que hacer, además su novia Rebecca, una chica hija de una familia multimillonaria, le deja por falta de futuro.
Unos días más tarde Carter enlaza otro incidente casi idéntico que maneja uno de sus colegas e inicia las pesquisas de los dos casos. Entonces recibe la propuesta que cambiará su vida, le hacen una oferta dificil de rechazar, trabajar como abogado de demandas colectivas, con despacho lujoso propio, y toda clase de recursos ilimitados.
Pasa a ser el nuevo rey de los pleitos, y entra en un mundo lleno de peces gordos con lujosos yates, rubias despampanantes, carros deportivos, honorarios elevados, además de conceder entrevistas en los medios de comunicación más importantes.
Carter se encuentra en la cima de la abogacía, siente el poder de realizar casi cualquier cosa, puede destrozar empresas, su influencia en la gente es total, pero claro, todo lo que sube baja, y muy pronto se dará cuenta de las terribles consecuencias que tiene ser el rey de los pleitos.
John Grisham narra esta entretenida historia de forma agil en sus más de 300 páginas, con un ritmo que nunca decae, y que consigue engancharte desde el principio hasta el final.
FRAGMENTO DEL LIBRO:
Los disparos de las balas que penetraron en la cabeza de Pumpkin
fueron oídos por nada menos que ochenta personas. Tres de ellas
cerraron instintivamente las ventanas, comprobaron las cerraduras de
sus puertas y se retiraron a lugar seguro o, por lo menos, a la seguridad
de sus pequeños apartamentos. Otras dos, ambas con experiencia
en situaciones similares, se alejaron corriendo del lugar tan
rápidamente como el propio pistolero, si no más. Otra, el fanático del
reciclaje del barrio, estaba revolviendo la basura en busca de latas de
aluminio cuando oyó muy cerca de allí los fuertes sonidos de las
cotidianas escaramuzas. Se escondió de un brinco detrás de un
montón de cajas de cartón y una vez que cesaron los disparos salió
despacio a la calleja, donde descubrió lo que quedaba de Pumpkin.
Y dos lo vieron casi todo. Estaban sentadas sobre unas cajas de
embalaje de plástico de leche en la esquina de Georgia y Lamont
delante de una tienda de licores, parcialmente ocultas por un automóvil
aparcado, por cuyo motivo el pistolero, que miró brevemente
alrededor antes de seguir a Pumpkin al interior del callejón, no advirtió
su presencia. Ambas personas declararían más tarde ante la policía
que habían visto al chico de la pistola llevar la mano al bolsillo y
sacarla de éste, y también habían visto el arma, una pequeña pistola
negra, sin el menor asomo de duda. Un segundo después oyeron los
disparos aunque no llegaron a ver cómo las balas alcanzaban a
Pumpkin en la cabeza. Un segundo más y el chico de la pistola salió
precipitadamente del callejón y, de forma inexplicable, echó a correr
directamente hacia ellas. Corría agachado como un perro asustado,
revelando bien a las claras su condición de culpable. Calzaba unas
zapatillas de baloncesto rojas y amarillas que aparentaban ser cinco
números más grandes y golpeaban pesadamente el suelo mientras él
emprendía la huida.
Cuando el chico pasó corriendo por su lado, empuñaba todavía el
arma, probablemente del calibre 38, y se echó momentáneamente hacia
atrás al verlas y comprender que habían visto demasiado. Durante
un aterrador segundo, pareció levantar el arma como si quisiera eliminar
a los testigos, los cuales consiguieron apartarse de los embalajes
de plástico de leche y alejarse de espaldas, caminando a gatas en
un enloquecido revoltijo de brazos y piernas. Después, se esfumó. Uno
de los testigos abrió la puerta de la tienda de licores y pidió a gritos
que alguien llamara a la policía, pues acababa de producirse un
tiroteo.
Treinta minutos más tarde, la policía recibió una llamada, según la
cual un joven cuya descripción coincidía con la del que se había
cargado a Pumpkin, había sido visto en dos ocasiones en la calle
Nueve sosteniendo un arma en la mano a la vista de todo el mundo y
comportándose de manera más rara aún que la mayoría de los
transeúntes que circulaban por allí. Había intentado atraer por lo
menos a una persona hacia un solar abandonado, pero la presunta
víctima había escapado e informado del incidente.
La policía encontró al hombre una hora después. Se llamaba Tequila
Watson, varón de raza negra y veinte años de edad, con los habituales
antecedentes policiales relacionados con la droga. Sin familia ni
domicilio conocido. El último lugar en el que había dormido era un
centro de rehabilitación de la calle W. Había conseguido arrojar el
arma en algún sitio y, en caso de que hubiera desplumado a Pumpkin,
también se había deshecho del dinero, las drogas o lo que fuera. Sus
bolsillos estaban tan limpios como sus ojos. Los agentes estaban
seguros de que Tequila no se encontraba bajo los efectos de nada en
el momento de su detención. Tras interrogarlo, de manera rápida y
somera, en la misma calle, lo esposaron y lo metieron de un empujón
en el asiento trasero de un coche patrulla de la policía del Distrito de
Columbia.
Lo trasladaron de nuevo a la calle Lamont, donde improvisaron un
encuentro con los dos testigos. Tequila fue conducido al callejón en el
que había dejado a Pumpkin.
-¿Has estado aquí alguna vez? -le preguntó un agente.
Tequila no dijo nada, se limitó a contemplar el charco de sangre
fresca sobre el sucio hormigón. Los dos testigos fueron acompañados
al callejón y conducidos rápidamente a un lugar situado cerca de
Tequila.
-Es él -dijeron al unísono.
-Lleva la misma ropa, las mismas zapatillas de baloncesto, todo
menos el arma.
-Es él.
-No cabe la menor duda.
Tequila fue empujado una vez más al interior del vehículo y
conducido a la cárcel. Por experiencia, o sencillamente por temor, no
les dijo una sola palabra a los agentes mientras éstos lo aguijoneaban,
trataban de engatusarlo e incluso lo amenazaban. Nada que pudiera
inculparlo, nada que fuera útil. Ninguna alusión al motivo por el cual
había asesinado a Pumpkin. Ninguna clave capaz de revelar algo
acerca de la historia de ambos, en caso de que la hubiera. Un veterano
investigador incluyó en la ficha una breve nota en la que señalaba que
la muerte de Pumpkin parecía un poco más fortuita de lo habitual.
No se pidió permiso para efectuar una llamada telefónica. No se
mencionó ningún abogado o garante de fianza. Tequila parecía
aturdido, pero aceptó de buen grado el hecho de permanecer sentado
en el interior de una celda abarrotada, mirando al suelo.
Pumpkin no tenía ningún padre localizable, pero su madre trabajaba
como guardia de seguridad en el sótano de un gran edificio de oficinas
de la avenida New York. La policía tardó tres horas en averiguar el
verdadero nombre de su hijo -Ramón Pumphrey-, localizar su domicilio
y encontrar a un vecino dispuesto a decirles si tenía madre.
Adelfa Pumphrey estaba sentada detrás de un mostrador situado
justo en el interior de la entrada del sótano, observando, al parecer,
una serie de monitores. Era una alta y corpulenta mujer enfundada en
un ajustado uniforme caqui, con un arma remetida en la cinturilla y
una expresión de pura indiferencia en el rostro. Los agentes que se
acercaron a ella lo habían hecho centenares de veces. Le comunicaron
la noticia y después fueron en busca de su jefe.
En una ciudad en la que los jóvenes se mataban entre sí todos los
días, la carnicería había espesado los pellejos y endurecido los
corazones, y todas las madres conocían a muchas otras que habían
perdido a sus hijos. Cada pérdida acercaba la muerte un paso más, y
todas las madres sabían que cualquier día podía ser el último. Habían
visto a las otras sobrevivir al horror. Sentada junto al mostrador con el
rostro oculto tras las manos, Adelfa Pumphrey pensó en su hijo y en
su cuerpo exánime tendido en aquel momento en algún lugar de la
ciudad mientras unos desconocidos lo examinaban.
Juró venganza contra quienquiera que lo hubiese matado. Maldijo al
padre por haber abandonado a su hijo. Lloró por su niño. Y
comprendió que sobreviviría. De alguna manera, conseguiría
sobrevivir.
Adelfa acudió al juzgado para presenciar el auto de acusación. La
policía le dijo que el miserable que había matado a su hijo tendría que
comparecer por primera vez ante el tribunal, un rápido trámite de
rutina en cuyo transcurso se declararía inocente y solicitaría un
abogado. Estaba sentada en la última fila, flanqueada por su hermano
y un vecino, llorando sobre un pañuelo húmedo de lágrimas. Quería
ver al chico. También quería preguntarle por qué, pero sabía que
jamás se le ofrecería la ocasión de hacerlo. Guiaban a los delincuentes
como si fueran cabezas de ganado en una subasta. Todos eran negros,
todos vestían unos monos de color anaranjado e iban esposados, todos
eran jóvenes. Qué lástima.
Aparte las esposas, Tequila llevaba las muñecas y los tobillos
encadenados, pues su delito había sido especialmente violento, a
pesar de que su aspecto resultaba bastante inofensivo cuando entró en
la sala junto con la siguiente remesa de delincuentes. Miró rápidamente
al público para ver si reconocía a alguien, para comprobar si
había alguien que estuviera allí por él. Lo sentaron en una silla de una
fila y, como remate, uno de los alguaciles se inclinó hacia él diciendo:
-El chico que has matado... Aquélla del vestido azul de allí detrás es
su madre.
Con la cabeza gacha, Tequila se volvió muy despacio y contempló
directamente los llorosos e hinchados ojos de la madre de Pumpkin,
pero sólo por espacio de un segundo. Adelfa miró fijamente al
escuálido muchacho vestido con un mono demasiado grande para él y
se preguntó dónde se encontraría su madre en ese momento, cómo lo
habría educado, si tendría padre y, lo más importante, cómo y por qué
su camino se había cruzado con el de su chico. Ambos eran
aproximadamente de la misma edad que los otros, adolescentes o
veinteañeros. Los policías le habían dicho que, al parecer, por lo
menos en principio, la droga no había tenido nada que ver con el
asesinato. Pero a ella no la engañaban. La droga impregnaba todas las
capas de la vida callejera. Demasiado lo sabía Adelfa. Pumpkin había
consumido marihuana y crack, y había sido detenido una vez por
simple tenencia, pero jamás había sido violento. La policía decía que al
parecer se había tratado de un homicidio fortuito. Todos los homicidios
callejeros lo eran, solía decir el hermano de Adelfa, pero no había uno
solo que no tuviese un motivo.
Fuentes:
http://es.wikipedia.org/wiki/John_Grisham#Bibliograf.C3.ADa
Fragmento extraido del propio libro.
No se porque no me anima éste autor, siento que puede ser una lectura pesada aunque se que su literatura es ligera, quizás por el tema de derecho si bien no estoy seguro si solo es un pretexto para desarrollar una historia más que abordar el tema seriamente, quizás me decanto por lo segundo al pensar como es su escritura y eso me inhiba de leerlo. He visto "el jurado" y "el cliente" y me gustaron si bien su climax no es constante sino mu esporádico. Tu reseña me anima de cierta forma. Un abrazo.
ResponderEliminarMario.
Esta no es que sea su mejor novela, pero de las que he leido, es la que más me ha gustado. Es una novela que en un principio se puede hacer un poco pesada, pero conforme avanzas en la historia, el escritor te mete de lleno y te engancha y ya no puedes parar de leerla. Yo me la leí en cuatro sentadas y me gustó bastante, aparte huelga decir que me gusta mucho el drama judicial. Sobre las películas que dices, la del Cliente me gustó, pero El Jurado me gustó bastante más. Desde aquí me gustaría recomendarte La Tapadera (The Firm) de Sydney Pollack, y El Informe pelícano (The pelican brief) de Alan J. Pakula con una impresionante Julia Roberts y Un muy buen Denzel Washington. Saludos Mario...!
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