
Desde muy pequeño me he sentido atraído por las películas de terror. Aquel miedo que sentía hacía que mis manos se aferraran fuertemente a la butaca, provocando alguna especie de efecto terapéutico capaz de hacerme olvidar, por un breve instante, los verdaderos ‘monstruos’ que deambulaban en mi vida cotidiana. Me gustaba asustarme, siempre y cuando me asegurara que tan sólo cerrando los ojos ese mundo de brujas y personajes siniestros se desvanecería, como el humo de un cigarrillo en el aire. La imaginación especulativa y los temores atávicos son la antesala de las pesadillas. El sueño de la razón produce monstruos, y el miedo no deja de ser ese pequeño cuarto oscuro donde se revela según qué clase de negativos. Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo y muchos más componen la lista de monstruos y especímenes extraordinarios que, como afirma el escritor Román Gubern, «en épocas de inseguridad social logran incorporarse a la sociedad a través de la gran pantalla».