
La Edad Media es, por antonomasia, el periodo de lo maravilloso, de los prodigios y de lo extraordinario. Los seres fantásticos y monstruosos ocupan capiteles de claustros, se encuentran en las fachadas y pórticos de las iglesias, en los tapices y mapas, en las iniciales miniadas, y en los márgenes de algunos manuscritos. Aparecen dibujados y descritos en los bestiarios, en las enciclopedias y tratados eruditos, pero también en la literatura. No hay ninguna expresión cultural que le resulte extraña, porque, a fin de cuentas, el monstruo echó sus raíces en el imaginario, esa capacidad tan profunda que crea y combina las imágenes de las que se nutre una sociedad. El imaginario es el dominio de las creencias, especialmente de aquellas que se refieren a las fuerzas sobrenaturales, sean positivas, negativas o ambiguas —los muertos—. El imaginario habla también de lugares del más allá, concebidos como espacios separados del mundo terrestre y es también dominio de la leyenda y el mito, un terreno de lo maravilloso exótico y antropológico que ocupa un lugar privilegiado en nuestra sociedad. Porque toda sociedad genera algún tipo de elemento maravilloso que transmite a otras generaciones, por los siglos de los siglos.